Una clase de violín en una academia privada de Palma. Los dos alumnos tienen tres años: M., castellanohablante, y D., catalanohablante. La profesora, una joven y magnífica instructora. Al principio del curso preguntó a los padres de M. si deseaban que las clases se le diesen al niño en español. "De hecho, yo soy castellanohablante", dijo. Los padres de M. contestaron que les daba igual. La madre agregó que las diese en catalán, que así el niño lo aprendería. "Eso que gana", dijo la madre.
Tres meses después, las clases se han venido desarrollando casi exclusivamente en catalán. Nadie se ha quejado. Hoy la profesora, conforme a su costumbre, canta una canción sencilla para enseñar las notas. Excepcionalmente, lo hace en castellano, pero los padres de M., que como los de D. siempre están presentes durante las clases, ni se dan cuenta de en qué canta la profesora, porque entienden perfectamente ambos idiomas y no están atentos precisamente a este punto, sino al desarrollo de la clase. Cuando concluye la tonada, la profesora se dirige a D. y le dice, con una sonrisa: "A que us agrada aquesta cançó? És en castellà, però no passa res, eh que no?"
Al padre de M. se le escapa un bufido de asombro. La profesora cae en la cuenta y, avergonzada, durante unos segundos no puede levantar la vista del suelo.
Por un momento piensan los padres que tal vez sólo quiso cerciorarse de que D. había entendido la canción; pero nunca había hecho comprobación semejante con M. cuando las canciones eran en catalán. La frase "Es en catalán, pero no pasa nada" es sencillamente impensable. No. Lo que aquí pasa es que la profesora sentía la necesidad de justificar una imperfección. La frase es de la estirpe de aquellas otras que tanto han despreciado siempre los padres de M.: "es bien guapa para ser negra"; "es gitano, pero es buena persona"; "para ser mujer no conduce mal"; "es en castellano, pero no pasa nada".
No es una fanática, la profesora. Es que tenía que justificarse ante D., por mucho que durante tres meses nunca hubiese sentido la necesidad de justificar ante M. que todas las canciones, las explicaciones y las conversaciones fuesen en catalán. La profesora ha estudiado en el sistema educativo de la lengua propia, la inmersión lingüística, la identidad y todas esas zarandajas reaccionarias. Se ha pasado la vida escuchando que la lengua vehicular debe ser una y no otra. Toda la vida le dijeron que lo natural era eso, que lo contrario no dejaba de ser una excrecencia histórica, una imposición foránea, y cuando se descuida le sale el prejuicio a tomar el aire. La profesora no es una fascista; seguramente es sólo otra víctima de una ideología totalitaria. Pero cuando se comporta así hace sentir a los padres de M. como ciudadanos de segunda: portadores de una lengua cuyo uso es necesario justificar.
También es posible que, con el tiempo, esas actitudes consigan que M. se avergüence de su lengua materna. Son las ventajas de la normalización.